El pastelero
de mi pueblo era un tipo dulce. De pequeño era un pitisu y de adolescente era
un bollicao. En nuestro pueblo era la
creme de la creme.
El secreto
no lo tenía en la masa, sino en la manga. Su manga de pastelero era la más
grande y la más fácil de armar. En tan solo dos segundos, una palabra amable,
un cuerpo esbelto, y nuestro pastelero se convertía en la letra T invertida,
aunque él era muy macho.
En los
bailes del casino nuestro pastelero prefería el merengue porque bailar pegado
no era bailar, era elevar al séptimo cielo a su pareja. Veíamos levitar a las
chicas y nos reíamos de la manga del pastelero.
No podía ir
a la playa. En bañador y viendo mujeres en bikini… aquello era la manga del mar
mayor.
Todos
pensábamos que con los años el pastelero perdería fuelle. Y así fue en
apariencia. Pero una noche descubrí su secreto: se amarraba a la pierna la
manga pastelera. Estábamos en un bar y una dulce chica se agachó
cerca de él y dejó a la vista una parte de su anatomía. La pierna del pastelero
se elevó y tiró la mesa donde comíamos. Lo entendí todo al instante.
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