sábado, 6 de marzo de 2010

ARTE Y REALIDAD. MUÑOZ MOLINA

A mi elarte siempre me ha dejado frio. No el arte popular como el de los carnavales de Cádiz. No. Ese es genial.
Me deja frío el arte del traje del emperador. Todo el mundo está viendo que se ha hecho una pamplina o que aquello lo han hecho en serie pero nadie se atreve a decirlo.
Es un síntoma más de "LA OPINIÓN DE LA MAYORIA"
La mayoria es masa y el secreto solo esta en la masa en telepizza. La masa no sabe guardar un secreto y exagera, miente y oculta a su antojo.
Del arte a la realidad. Porque la realidad tiene mucho de engañifa pública, especialmente en tiempos tan mediáticos.
He leído a Muñoz Molina sobre EL FIN DE UNA ERA y creía que iba a hablar de realidad y no de arte. Voy leyendo el artículo y veo que habla de arte. Pero termina el artículo y veo que es cruda realidad.

Para entender algo sobre el mundo de ahora y para no entender nada al mismo tiempo es conveniente darse un paseo por la exposición de Damien Hirst que abrió hace unas semanas en la galería Gagosian de Madison Avenue, en esa zona de la calle, cercana al Museo Whitney, donde las tiendas de marcas de moda se mezclan con las de antigüedades, irradiando un brillo común de fetichismo del dinero. En los espacios inmensos de la galería Gagosian, que ya son en sí mismos una declaración de poderío, el catálogo habitual de las invenciones de Hirst se sucede tan previsiblemente como los productos de una franquicia comercial. Hay una cabeza de vaca conservada en formol, con media lengua fuera, con un disco de oro en el testuz, con los cuernos forrados de láminas de oro; hay fotografías a todo color y gran formato de píldoras medicinales; hay armarios de cristal que contienen amontonamientos diversos de cajas de medicinas; hay paneles cubiertos por mariposas de alas desplegadas y adheridas a la superficie; hay anaqueles de marcos dorados, semejantes a escaparates de joyerías, en los que se alinean imitaciones de brillantes o brillantes verdaderos en los que restalla la luz de los focos; hay cuadros de calaveras hechas con pintura sintética y otros en los que la pintura se ha expandido al verterla sobre un panel giratorio. Escaleras arriba y escaleras abajo en un edificio situado en una de las zonas comerciales más caras de Manhattan la exposición parece no acabarse nunca. Una sala conduce a otra sala idéntica. Un cuadro de mariposas conduce a otro cuadro de mariposas, y un armario de cajas de medicinas se parece extraordinariamente a otro, aunque habrá expertos que puedan distinguirlos entre sí.
La exposición se titula End of an Era. Algún crítico ha ironizado que la era que parece estar acabándose es la de la supremacía de Damien Hirst en el mundo del arte, o incluso su misma capacidad de invención, dada la abrumadora sensación de rutina que se desprende del muestrario. Si los valores estéticos supremos son la novedad y la provocación, los artefactos ideados por Hirst resultan tan novedosos a estas alturas como el mobiliario de un Starbucks, y su capacidad de provocar ha decaído tanto como ese tiburón en formol que compró hace unos años el multimillonario Steve Cohen, y que hubo que reemplazar a toda prisa con otro tiburón fresco para que el orgulloso coleccionista, su familia, sus amigos y su servidumbre no sucumbieran al hedor a pescado podrido.
Pero precisamente en la repetición está el secreto, como ya entendió Salvador Dalí mucho antes que Andy Warhol. Los clientes de Hirst y de la galería Gagosian buscan lo mismo, aunque a un precio mucho más alto, que los de Prada o Gucci en esa misma zona de Madison Avenue. Lo que se paga es lo que casi no existe: el nombre, la idea, el brillo del papel en una revista de modas. El bolso o las zapatillas o la camiseta proceden del esfuerzo de alguien mal pagado que trabaja en un galpón en las afueras industriales de alguna ciudad de geografía pavorosa. El que hace algo con las manos no cuenta para nada; el que se inclina durante doce o catorce horas sobre una máquina de coser, el que carga o descarga un contenedor, el que respira los humos tóxicos. Hubo otras épocas en las que el valor del trabajo real contaba para algo. También las hubo en las que el talento y el mérito de un artista estaban sostenidos por la destreza de sus manos, hasta por el esfuerzo físico que requería muchas veces la pelea agotadora con los materiales.
Damien Hirst no tiene que molestarse en hacer nada. Asistentes anónimos amontonan con paciencia las cajas de medicinas en los anaqueles o pintan los cuadros de lunares o pegan las mariposas sobre los paneles de madera a los cuales aplican después capas de color y barniz. Ni siquiera vierte él mismo la pintura en la centrifugadora de la que se extraen algunas de sus obras. A estas alturas al experto se le va poniendo un gesto sarcástico ante mi ignorancia: lo que Hirst crea, se apresura a explicarme, no es un objeto material en sí, sino algo mucho más preciado, un concepto. El arte antiguo y ya obsoleto se basaba en la producción física de las obras, igual que la economía se basaba en la fabricación y en el comercio de bienes tangibles. La economía se ha convertido en un laberinto virtual de operaciones financieras que tienen la virtud de hacer riquísimos a quienes saben manejarlas en beneficio propio y de ser incomprensibles para la inmensa mayoría de los seres humanos. El arte contemporáneo, de manera parecida, se ha despojado de materialidad al mismo tiempo que se ha vuelto indescifrable, salvo para una minoría de iniciados tan exclusiva como la de quienes entienden la economía y se enriquecen a una escala alucinatoria gracias a su conocimiento.
Lo que queda es una pobre cabeza de vaca cortada, con un filo de lengua fuera, con una mansa expresión de sacrificio en el interior de una urna llena de un líquido azulado. En las carnicerías del mundo real una cabeza así valdrá unas pocas monedas. En la galería Gagosian sólo está al alcance de los señores del mundo. Hay quien ejerce su vanidad y transmite su poderío exhibiendo un reloj o un bolso o unas gafas de marca. Hay quien lo hace gastándose millones de dólares en los despojos de una vaca sumergida en formol. Lo que los críticos de arte llaman conceptualismo no es, a estas alturas, más que el sello mercenario de una marca que vuelve prestigiosa la nada y multiplica groseramente el precio que algún traficante de armas o petróleo o especulador financiero está dispuesto a pagar por ella. En un libro extraordinario sobre el comercio del arte, El tiburón de doce millones de dólares, el economista Don Thomson lo explica con perfecta claridad. No importa el espacio real de una galería o la calidad de los artistas que exhibe: importa que lleve la marca Gagosian, la marca Sotheby's o Christie's, la marca Damien Hirst o Jeff Koons o la de cualquiera de las cinco o seis estrellas que copan los precios más altos entre los millonarios más literalmente podridos de dinero. A lo que tiene que parecerse un bolso de Chanel es a otro bolso de Chanel. La garantía de calidad de un armario de medicinas de Damien Hirst o de un corazón rosa de San Valentín de Jeff Koons es que se parezcan a los otros productos de las mismas franquicias. La proporción entre el coste y el beneficio, entre el esfuerzo y la calidad de la invención y el éxito, es casi tan desmesurada como las recompensas que se han dado a sí mismos unos pocos banqueros e inversores a costa de provocar la ruina de países enteros.
Los demás, los entusiastas y los escandalizados, los críticos, los expertos, los periodistas fascinados por lo último, ya ni siquiera somos público. No somos más que comparsas. Balando nuestra conformidad o ladrando nuestra discordia proveemos un poco de publicidad gratuita.

HUMOR, HUMOR. EL CASO EXTRAORDINARIO DEL SATIRO CONFESIONARIO

La vida tendría que ser humor y alegría. Pero cierta, no de campañas.
La ventaja de los días grises en los tiempos actuales es que en la red hay muy buena gente que crea por amor al arte, otros lo graban y lo suben.

Si bueno son esos cuplés mejor es la parodia de este sátiro

Y SEGUNDA PARTE

CONMIGO TAMPOCO

Si el siglo XX fue problemático y febril el XXI se está convirtiendo en agonizante. Todo está invertido. Pocas personas trabajando y cotizando que se intenta exprimir cada día más. Muchas personas en paro en situación angustiosa y dramática que pierden la vivienda y las ganas de vivir. Políticos ajenos a la realidad que no saben ofrecer soluciones reales y prácticas. Y un panorama informativo desolador basado en el espectáculo invertido.
A todo esto sale una campaña que viene a decir que tranqui, tronco, esto lo arreglamos entre todos. Si hubiera lógica en los planteamientos para arreglar algo todos y todas los que han provocado esta situación, a la calle.
Si hubiera lógica en la situación habría que ordenar lo más grave: el empleo y la economía sumergida. Control riguroso de las oficinas de empleo y trabajo para todos.
Por eso me ha encantado este artículo que me recomiendo.
'Noconteisconmigo.org'
RAFAEL RODRIGUEZ PRIETO |
SE acuerdan del anuncio de atún? ¡Qué bien! Hoy comemos con Isabel. Pues parece que le han salido imitadores. En los últimos días se ha iniciado en los medios de comunicación una campaña financiada por dieciocho grandes empresas, cuyo fin, según dicen, es contagiar optimismo y fomentar actitudes positivas en la población. Esta campaña aparece publicitada en la prensa bajo el lema de esto sólo lo arreglamos entre todos. Luego le ponen el .org que viste mucho y además lo diferencia del atún.

Y yo sin saberlo. Los problemas de los españoles no son el paro, la deslocalización, las cláusulas abusivas en las hipotecas, el mileurismo, la subida de precios, el cierre masivo de pymes y así un extensísimo etcétera. No. La causa de todos nuestros males es que los españoles somos muy pesimistas y nos tienen que curar.

¡Qué fortuna tenemos! Operadores de telecomunicaciones que llevan años aprovechándose de su posición de privilegio o suministradores de energía que celebran la liberalización del servicio subiendo los precios en pleno invierno deciden compartir su nutrida cuenta de resultados con la plebe necesitada de redención. ¿Y qué me dicen de los bancos? A ésos sí que se les rompe el corazón cuando desahucian a una familia por no atender el pago de la sacrosanta hipoteca. Es que no sabemos apreciar lo que tenemos.

No sé muy bien, de todas formas, si el optimismo es siempre bueno. Muchos firmaron préstamos, con los que financiaron sobrevaloradas casas e incluso coches, en plena fiebre de alegría generalizada. Eran tiempos de jarana. Los bancos estaban rebosantes de optimismo y daban créditos sin parar con el fin de que todos los españoles pudieran endeudarse a gusto para el resto de sus días. Hoy conocemos las consecuencias de ese optimismo.

Y es que en esto del optimismo, como en todo, las clases son las clases. Se puede ser optimista con las pensiones que muchos de los directivos de esas empresas van a cobrar cuando se jubilen. O los bonos a los que bastantes de ellos tienen derecho, mientras se hacen recortes de personal o prejubilaciones o ERTE que todos pagamos. Es posible ser optimista cuando el Estado, es decir, los pesimistas, te saca las castañas del fuego.

Hace años, Doris Lesing escribió un magnífico libro titulado Memorias de una superviviente. Aunque ustedes no se lo crean, no refleja la vida de una de las muchas mujeres españolas que tiene que afrontar solas y con hijos las facturas que se amontonan en su el buzón. Pues bien, en ese texto Lessing afirma que el uso de formas impersonales es siempre un signo de crisis, de ansiedad colectiva. "Hay un abismo entre: ¿Por qué diablos tienen que ser tan incompetentes? Y "¡las cosas están muy mal!". Para la narradora el "ello" posee la acepción de algo vivido, como amenaza inmediata, que no se puede conjurar. La consecuencia de esa aceptación es la pasividad y el conformismo.

La crisis y su pesimismo son los perfectos ello de nuestro tiempo. Gracias a su machacona repetición en los medios se consigue incluso invisibilizar las causas por las que estamos en esta situación y, por consiguiente, a los que no sólo nos han conducido a la misma, sino además han hecho negocio con ello. ¿Quién tiene la culpa? La crisis. ¿Cómo saldremos de ello? Con optimismo. Juego, set y partido.

Así que ya lo sabemos. Los problemas en Haití, por decir un lugar que pronto va a pasar a ser de nuevo olvidado, no son parte de un sistema que propaga la injusticia a nivel mundial. No son producto de la colonización económica, ni de la explotación, ni de las penurias de todo tipo. No, el problema es que los haitianos son pesimistas. Que con un mismo terremoto en un país como Japón casi no suceda nada y en otro mueran miles de personas es una circunstancia trivial, como todo optimista sabe.

Los problemas que tenemos en España, con ser graves, palidecen ante el escenario de miseria, violencia y horror que nos rodea. El mundo real es un sitio donde te meten dos tiros por cinco euros y mueren más de 9.000 niños al día de desnutrición. Y es que la mayoría de las personas que habitan este planeta están en crisis desde el mismo momento en que nacen. Campañas populistas como las de reconstrucción de Haití no dejan de tener cierto matiz ilógico. ¿Cómo se puede reconstruir algo que lleva décadas sin construirse?

Tal vez, algún día nos animemos a señalar a los culpables, a los cómplices que dicen servir al pueblo, a los que provocan esta situación y que se benefician de este modelo injusto de relaciones económicas. Hasta ese momento, viviremos, como podamos, instalados en el ello.