La excursión del día era al Palacio de Invierno. Invierno o verano. Las cuatro estaciones, Vivaldi. El sol, la playita, una barbacoa con sardinas, el chorizo. A Mijail se le caían dos lagrimones de pensar en una vida con 31 grados bajo cero. Su paladar se había hecho al chorizo de pueblo español, a la siesta, a la tortilla de patatas.
A ese palacio de invierno se mudaron aquellos zares para tener una puerta al mar. El mar, la mar. Y ahora dejar su mar buscando otros mares medio muertos medio negros. Difícil decidir.
Visitaron el palacio y todo era ostentación, todo era grandeza. Tronos, oros, mármoles, riquezas sin fin. Y sin embargo en el escudo ese águila bicéfala, ese país que dominaba y miraba para oriente y occidente, el país más grande del mundo, era conocido por los mismos rusos como el pollo de Chernobil. Jajaja. Los mismos rusos se reían de ese poder irreal, de ese mal vivir. Por el palacio de invierno no se podía hacer foto, pero las distintas habitaciones lo decían todo: una para arreglarse porque tardaban cinco horas en arreglarse, las camas estaban dispuestas de tal forma que no sevían para echarse, las señoras tenían que dormir casi sentadas para no estropearse el pelo. ¿Qué vida le esperaba?
Después de mil habitaciones que hablaban de riquezas donde se callaba el grito de la miseria, Mijail estaba hecho un lío. Para no estropear los maravillosos suelos de madera noble todos los visitantes tenían que llevar unas pantuflas en los pies pero Mijail se la puso en la cabeza para simbolizar que no estaba de acuerdo con limpiar el parquet o que su cabeza daba vueltas, táchese lo que no proceda.
En una hora se liquidaron el palacio y casi tres horas fue cola y eso que venían con las entradas compradas. Pero los grandes grupos que vienen en cruceros hacen lo imposible para entrar y desaparecer. Mijail se preguntaba como sería eso de estar viendo una sala y estar explicando dos posteriores. Demasiada paciencia ponía el personal.
Una bofetada de aire fresco necesitaba Mijail y por fin salieron del caluroso palacio de invierno y las fuentes que brotaban por aquí por allá le ayudaron a mojar su alma.
Cuando la encontró la emoción le embargaba, las piernas le temblaban, los ojos se le humedecieron o tal vez fuera la lluvia que estaba cayendo. Entró con respeto, con los ojos semicerrados para poder oler y percibir al maestro. Por fin abrió los ojos y se encontró con un bar y el camarero lo sacó de dudas diciendo que allí no era, que era dos calles más abajo. Por fin llegó a la casa y allí imaginó las dificultades del gran genio de la literatura y el genio que se le pondría cuando se duchaba con agua fría. Mijail estaba encantado de descubrir por fin la ciudad, junto a la casa había un mercado y la curiosidad y el que estaba lloviendo a mares le hizo entrar. Arincones, dulces, leches, cuajadas, productos típicos, lo que el sanpetersburgueño se llevaba a su casa diariamente. Después entró en un supermercado, un sótano de 60 metros cuadrados pero donde había de todo. Hasta encontró botellas gigantes de cerveza de dos litros trescientos. Deambuló, deambuló y deambuló hasta perderse... en sus propios pensamientos. Paró en un escaparate donde cuatro figuras le indicaban el camino a seguir.
¿Sería una señal? Todo el día estaba cargado de símbolos. ¿Por qué el elefantito tenía la pata levantada? ¿Qué le diría al pasajero curioso que le preguntara algo así o alguna patochada similar?
Por fin llegó a la una y media de la mañana la señal definitiva. Mijail no podía conciliar el sueño y salió a ver los puentes que en San Petersburgo se abren a la una y pico de la noche. Según se abría el puente un músico callejero se puso a tocar con emoción que todo lo envolvía el fragmento de Titanic. Mijail lo interpretó como que se abría el puente así que pasa o te hundes. Pasar. Pasar en qué sentido. Porque podía ser pasar de pasar o pasar de pasar.
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