Lo mejor del viaje es la sorpresa, romper con la rutina. En el viaje hay mucho de vida. Como en la vida, muchas veces esperas de algo una experiencia inolvidable y termina siendo inolvidable...mente traumática. Esos cruceros que imaginando una serie de televisión te subes pensando en el ligue y en la aventura y terminas ligando un mareo de siete días de malaventura. Ese viaje con tus amigos del alma que cuando conoces de cerca terminan siendo miserables y penosos.
O al revés.
Y tengo que reconocer que eso me pasó con Londrés. Yo, de cultura francesa, pronostiqué que Londres sería un país para ir y salir corriendo. Y me equivoqué. Fuímos en mayo de 2007 y los cinco disfrutamos de un viaje-de-ojos-abiertos. Oler el ambiente de las ciudades es maravilloso y Londres tiene mucho olor. Es distinto. Sus autobuses, sus taxis, sus museos, sus parques, sus cabinas, sus gentes. Bueno no, eso táchalo. Y de gastronomía no pongas nada.
El museo de la ciencia, el parque de Kesington, el estadio del Chelsea, el museo británico. Es que empiezas a enumerar y todo te enamora.
La incidencia inolvidable fue que casi perdimos el avión porque era imposible encontrar el autobús de vuelta al aeropuerto. La lluvia, los nervios, la cerrazón que acompaña a los malos momentos, me impedían pensar con claridad. La niebla londinense cubría el cielo y Jack el Destripador estaba cerca. En ese momento el sonido del Big Ben me hizo comprender que nunca debes quedarte dormido en el césped. Pero mereció la pena