Hay parte de razón en eso de que la juventud más preparada se tiene que ir a buscarse ahora la vida en otros países. Pero niego la mayor: No se pueden perder las ilusiones. Los veintidós años son preciosos para descubrir que hay algo más allá.
Ha sido precisamente Europa la que ha facilitado a España una integración, una posibilidad de abrirnos a un país más grande llamado Europa.
Tal vez han sido otros los que han usado equivocadamente ese dinero creando un estado comodón y ahora hay que pagarlo cogiendo la maleta. Bueno, ahora es una buena edad.
Con veintidós años cogí la maleta y me fui lejos. Pero aprendí a vivir. La obsesión por el nido es enfermiza. El pájaro quiere volar, volar alto. Viva la libertad que te da salir de tu casa y buscarte no ya las habichuelas que decía el Salustiano, sino conocer otras culturas, conocer otras gentes.
La monotonía y la rutina mata más que el saber. Recuerdo en Lanzarote a profesores que mandaban a otras islas y morían de pena y nostalgia. Nos hacemos pueblerinos con 85 gramos de boina en vena. Un apego exagerado a lo que siempre hemos paladeado, al paquete con chorizo y chocolate, al pucherito de mi madre, al paseíto con mis colegas.
Bueno, esta es solo mi opinión. Ahora viene lo bueno, o no.
No se van en trenes con maletas de cartón pero llevan sus bienes más preciados: un portátil, un móvil de última generación regalado por un familiar o conseguido a base de una lucha de puntos sin cuartel. Suelen tomar un vuelo de bajo coste, cazado pacientemente en las redes de Internet. Se van a hacer un máster, o han logrado una mal llamada beca Erasmus que costará a la familia la mitad de sus ahorros. Otras veces van a hacer de au-pair, de auxiliar de conversación, o a cualquier trabajo temporal. La familia va a despedirlos a la puerta de embarque y mientras se alejan disimularán unos su pena y otros su incipiente desamparo. "Es por poco tiempo -se dicen-. Dominarán el idioma, conocerán mundo... Regresarán en pocos meses".
Hasta hace poco era un privilegio
de los nuevos tiempos que les permitía gozar de una libertad sin límites, de un
mundo sin fronteras, de una capacidad casi infinita de aprendizaje... Hasta que
llegó la crisis y la maleta pareció distinta, la espera en la fila de embarque
más embarazosa, la despedida más triste y el fantasma de la ausencia definitiva
más cercano.
No. No llevan maletas de cartón, ni
hay aglomeraciones en el andén de la despedida. No se marchan en grupo, sino
uno a uno. Aparentemente nada les obliga. Ha sido una cadena invisible de
acontecimientos. Estuvieron allí hace unos años, o tienen una amiga que les ha
informado de que puede encontrar algún trabajo con facilidad. No pagarán mucho,
eso es seguro, pero podrán ganarse la vida con cierta facilidad... A fin de
cuentas aquí no hay nada.
Y se marchan poco a poco, sin
alboroto alguno. Un goteo incesante de savia nueva que sale sin ruido de
nuestro país, desmintiendo la vieja quimera de que la historia es un caudal
continuo de mejoras.
No hay estadísticas oficiales sobre
ellos. Nadie sabe cuántos son ni adonde se dirigen. No se agrupan bajo el
nombre oficial de emigrantes. Son, más bien, una microhistoria que se cuenta
entre amigos y familiares. "Mi hija está en Berlín", "se ha
marchado a Montpellier", "se fue a Dubai" son frases que
escuchamos sin reparar en el significado exacto que comportan. Escapan a las
estadísticas de la emigración porque suelen tener un nivel alto de estudios y
no se corresponden con el perfil típico de lo que pensamos que es un emigrante.
Quizá en las cuentas oficiales figuren como residentes en el extranjero, pero
deberían aparecer como nuevos exiliados producto de la ceguera de nuestro país.
En los tiempos de crisis que
detallan cada euro gastado nadie computa los centenares de miles de euros
empleados en su formación y regalados a empresarios de más allá de nuestras
fronteras con una torpeza sin límites, con una ignorancia sin parangón. Menos
aún se cuantifican el esfuerzo de sus familias, las ilusiones perdidas y sus
sueños rotos en mil pedazos.
No llevan maletas de cartón, pero
componen un nuevo éxodo que azota especialmente a Andalucía, que dispersa a
nuestros jóvenes por toda Europa y gran parte del mundo, que nos priva de su
saber, de su aportación y de su compañía. Pero, aparentemente nadie se
escandaliza por esta fuga de cerebros, lenta pero inexorable, que nos privará
de muchos de nuestros mejores talentos. Nadie protesta por esta nueva oleada de
exiliados que son una acusación silenciosa del fracaso y de engaño. Se van en
silencio por el túnel de embarque en el que les alcanzará la melancolía por la
pérdida temprana de su tierra.
No
son, como dicen, una generación perdida para ellos mismos. No son los
socorridos ni-nis que sirven para culpar a la
juventud de su falta de empleo. Son una generación perdida para nuestro país y
para nuestro futuro. Un tremendo error que pagaremos muy caro en forma de
atraso, de empobrecimiento intelectual y técnico. Aunque todavía no lo sepamos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario